martes, 13 de julio de 2010

La Décima Revelación de James Redfield




Esta segunda parte es, al igual que La Novena Revelación, una parábola de aventura, un intento por ilustrarla transformación espiritual continua que está produciéndose en nuestro` tiempo. Mi esperanza con los dos libros fue transmitir lo que yo llamaría un cuadro de consenso, un retrato vívido de las percepciones, senti­mientos y fenómenos nuevos que vienen a definir la vida cuando estamos a punto de entrar en el tercer milenio.

La Décima Revelación se presenta no sólo como continuación de la aventura narrada en aquellas páginas, sino como su culminación. Quien conoce la Décima Revelación conseguirá una comprensión global de la historia del hombre y de la misión que todos compartimos para conducir a la humanidad a su realización. En esta novela, que ha vendido más de dos y medio millones de ejemplares en todo el mundo, Redfield prosigue la aventura en los montes Apalaches, al norte de América. Charlene ?quien puso al autor tras la pista del manuscrito donde están las otras nueve revelaciones? ha desaparecido. En la búsqueda, el lector acompaña al protagonista por bosques sagrados y cascadas majestuosas, el marco incomparable para el misterio que va a ser develado. Poco a poco se abren las puertas a otros ámbitos, a los recuerdos perdidos de vidas y experiencias pasadas, al instante anterior a nuestra concepción, al vislumbre de nuestro nacimiento, al tránsito de la muerte y a la revisión de la existencia que todos enfrentaremos... Todo para arribar a la dimensión, pictórica de amor, donde el conocimiento del destino humano es preservado: la de la vida nueva. A través de la intuición, la sincronicidad y la visualización superaremos el miedo al futuro y el resto de los temores imaginables, porque lo que está en juego es la misión especial que todos tenemos que compartir en estos momentos: el renacimiento espiritual de la humanidad.





















.. Miré, y observé, se abrió una puerta en el cielo: y la primera voz que oí fue... una trompeta que dijo: “Ven aquí y te mostraré cosas que habrá en lo sucesivo”. Y, de inmediato, yo estaba en el espíritu, y observé un trono instalado en el cielo... Y había un arco iris que rodeaba el trono había cuatro y veinte asientos. Y en los asientos vi cuatro y veinte ancianos sentados, vestidos de blanco... Y vi un nuevo Cielo y una nueva Tierra: pues el viejo Cielo y la vieja Tierra habían muerto... REVELACIÓN LAS IMÁGENES DEL CAMINO Caminé hasta el borde saliente de granito y miré en dirección norte la escena que se desplegaba más abajo. Frente a mis ojos se extendía el valle de los Apalaches, de una belleza asombrosa, con sus diez u once kilómetros de largo y ocho de ancho. A lo largo del valle corría un riacho meandroso que serpenteaba entre trechos de pra­deras abiertas y bosques densos y coloridos: bosques viejos, con árboles de varios metros de alto. Observé el rudimentario mapa que tenía en mis manos. En el valle todo coincidía exactamente con el dibujo: el cordón empinado donde yo estaba parado, el camino que bajaba, la descripción del paisaje y el río, los pies de los montes a lo lejos. Ése tenía que ser el lugar que Charlene había bosquejado en la nota hallada en su oficina. ¿Por qué lo había hecho? ¿Y por qué había desa­parecido de repente? Ya había pasado un mes desde la última vez que Char­lene se había comunicado con sus socios de la empresa de investigaciones donde trabajaba y, cuando Frank Carter, su compañero de oficina, pensó en llamarme, ya estaba muy alarmado. —Tiene sus excentricidades, pero nunca había desaparecido durante tanto tiempo —dijo—, y de ningún modo teniendo reuniones ya fijadas con clientes de mucho tiempo. Algo anda mal. —¿Cómo se le ocurrió llamarme? —pregunté. Me respondió describiendo parte de una carta, ha­llada en la oficina de Charlene, que yo le había enviado unos meses antes en la que hacía una crónica de mis experiencias en Perú. Me dijo que, al lado, había una nota garabateada con mi nombre y mi número de teléfono. —Estoy llamando a todas las personas que tienen alguna relación con ella —agregó. —Hasta el momento, nadie parece saber nada. A juzgar por la carta, usted es amigo de Charlene. Esperaba que supiera algo de ella. —Lo lamento —le dije—. Hace cuatro meses que no hablo con ella. Mientras lo decía, me parecía mentira que hubiera pasado tanto tiempo. Al recibir mi carta, Charlene me había llamado por teléfono y había dejado un mensaje en el contestador en el que me hablaba de su entusiasmo respecto de las Revelaciones y me comentaba la rapidez con que parecía estar difundiéndose su conocimiento. Recordé que había escuchado el mensaje de Charlene varias veces, pero que había dilatado mi llamado, pen­sando que me comunicaría más tarde, tal vez al día siguiente o el otro, cuando me sintiera dispuesto a hablar. En aquel momento sabía que hablar con ella me forzaría a recordar y explicar los detalles del Manuscrito y me decía a mí mismo que necesitaba más tiempo para pensar, para digerir lo que había ocurrido. La verdad era, obviamente, que algunas partes de la profecía todavía se me escapaban. Sin duda había retenido la capacidad para conectarme con una energía espiritual interior, un gran consuelo para mí teniendo en cuenta que con Marjorie todo había terminado y ahora pasaba muchísimo tiempo solo. Y era más consciente que nunca de pensamientos intuitivos y los sueños y la luminosidad de una habitación o un paisaje. Sin embargo, al mismo tiempo, la naturaleza esporádica de las coincidencias había pasado a ser un problema. Me cargaba de energía, por ejemplo, discernía la cuestión más importante de mi vida, y en general tenía un presentimiento claro respecto de qué hacer o adónde ir para buscar la respuesta; no obstante, después de hacer algo relacionado con la situación eran muchísimas las veces en que no ocurría nada importante. No encontraba ningún mensaje, ninguna coincidencia. Esto sucedía sobre todo cuando la intuición tenía que ver con buscar a alguien que ya conocía en alguna medida, un viejo conocido quizas, o alguien con quien trabajaba en forma rutinaria. De vez en cuando esa persona y yo encontrábamos algún punto de interés nuevo, pero con igual frecuencia mi iniciativa, pese a mis esfuerzos por enviar energía, era totalmente rechazada o, peor aún, empezaba de una manera estimulante sólo para desviarse, descontrolarse y al fin morir en medio de un torrente de irritaciones y emociones inesperadas. Durante el proceso, esa incapacidad no me había amargado, pero me di cuenta de que algo me faltaba cuando quería vivir las Revelaciones a largo plazo. En Perú yo procedía siguiendo un impulso y actuaba a menudo con una especie de fe nacida de la desespe­ración. Al regresar a casa y enfrentar de nuevo mi medio habitual, rodeado muchas veces de escépticos mani­fiestos, sentía que perdía la expectativa entusiasta o la firme creencia de que mis corazonadas realmente me conducían a alguna parte. En apariencia había olvidado lguna parte vital del conocimiento... o tal vez aún no la había descubierto. —No sé muy bien qué hacer —había señalado el socio de Charlene—. Ella tiene una hermana, creo que en Nueva York. ¿Usted no sabe cómo contactarla? O tal vez conozca a alguien que sepa dónde está. —Lo lamento, pero no lo sé —dije—. En realidad, Charlene y yo estamos reviviendo una vieja amistad. No recuerdo ningún pariente y no sé qué amigos tiene ahora. —Bueno, creo que voy a hacer la denuncia a la poli­cía, salvo que usted tenga alguna idea mejor. —No, creo que eso sería lo más prudente. ¿Hay algún otro indicio? —Sólo una especie de dibujo que podría ser la descripción de un lugar. No lo sé con exactitud. Más tarde me envió por fax toda la nota que había encontrado en la oficina de Charlene, incluido el boceto rudimentario de líneas cruzadas y números con marcas vagas en los márgenes. Y, sentado en mi estudio, compa­rando el dibujo con los números de ruta en un atlas del sur, descubrí la que en apariencia podía ser la localización real. A partir de ese momento empecé a experimentar una imagen vívida de Charlene en mi mente, la misma imagen que había percibido en Perú cuando me hablaron de la existencia de la Décima Revelación. ¿Su desaparición estaba conectada de alguna manera con el Manuscrito? Una brisa rozó mi cara y volví a estudiar la vista que se desplegaba más abajo. Más lejos, a la izquierda, donde terminaba el valle al oeste, se distinguía una hilera de techos. Ése debía de ser el pueblo que Charlene había indicado en el mapa. Guardé el papel en el bolsillo de mi chaqueta, volví a la ruta y subí a mi rural. El pueblo en sí era pequeño, de dos mil habitantes, según el cartel que había junto al único semáforo. La mayoría de los edificios comerciales se alineaban sobre una sola calle que corría junto a la orilla del río. Pasé la luz, divisé un motel cerca de la entrada del Bosque Nacional y avancé hasta el estacionamiento que había frente a un restaurante y bar. En ese momento entraban varias personas, entre ellas un hombre alto de tez oscura y pelo negro azabache, que cargaba una mochila grande. Se volvió y por un instante hicimos contacto visual. Me bajé, cerré el auto y decidí, como por una corazonada, entrar en el restaurante antes de ir al motel. En el interior, las mesas estaban casi vacías: apenas unos pocos ex­cursionistas en el bar y algunas de las personas, que habían entrado antes que yo, en un apartado. La mayoría ignoró mi mirada, pero mientras seguía escudriñando el local mis ojos volvieron a cruzarse con el hombre alto que había visto antes; iba caminando hacia el fondo del salón. Esbozó una débil sonrisa, mantuvo el contacto visual otro segundo y se dirigió a la salida de atrás. Lo seguí. Estaba parado, a unos seis metros, incli­nado sobre su mochila. Vestía jeans, camisa vaquera y botas, y aparentaba tener unos cincuenta años. Detrás de él, el sol del atardecer dibujaba largas sombras entre los árboles altos y el pasto y, a unos cincuenta metros, pasaba el río, que iniciaba allí su viaje hacia el valle. Sonrió con entusiasmo y levantó la vista. —¿Otro peregrino? —preguntó. —Estoy buscando a una amiga —dije—. Tuve el presentimiento de que usted podía ayudarme. Hizo un gesto afirmativo con la cabeza, mientras studiaba con atención los contomos de mi cuerpo. Se acercó, se presentó como David Lone Eagle y me explicó, como si fuera algo que tal vez necesitara saber, que era descendiente directo de los americanos nativos que habitaron originalmente ese valle. Por primera vez noté que tenía en la cara una cicatriz delgada que iba desde el borde de su ceja izquierda y bajaba a lo largo de toda la mejilla, dejando libre sólo el ojo. —¿Quiere café? —preguntó—. Tienen buena bebida ahí adentro, pero el café es malo. —Señaló un área cerca del río donde se alzaba una carpa pequeña entre tres sauces grandes. Docenas de personas caminaban por el lugar, algunas por un camino que cruzaba un puente y conducía al Bosque Nacional. Todo parecía seguro... —Sí —respondí—. Buena idea. En el campamento, encendió un pequeño calentador de gas, llenó la pava de agua y la colocó sobre la llama. —¿Cómo se llama su amiga? —preguntó al fin. —Charlene Billings. Hizo una pausa y me miró, y mientras nos observábamos, con la mirada de mi mente vi una imagen clara de él en otro tiempo. Era más joven y estaba vestido con calzones de piel de ante, sentado frente a una gran fogata. Trazos de pintura de guerra adornaban su cara. A su alrededor se desplegaba un círculo de gente, en su mayo­ría americanos nativos, pero entre ellos había también dos blancos, una mujer y un hombre muy robusto. La discusión era acalorada. En el grupo había quienes querían la guerra; otros deseaban la reconciliación. Él se interponía y ridiculizaba a los que consideraban la idea de la paz. ¿Cómo podían ser tan ingenuos, les decía, después de tanta traición? La mujer blanca parecía comprender pero le rogaba que la escuchara. La guerra podía evitarse, sostenía, y era posible proteger perfectamente el valle si el remedio espiritual era lo bastante bueno. Él rechazaba de plano su argumento y después de increpar al grupo montaba en su caballo y partía. La mayoría lo seguía. —Su instinto es bueno —dijo David, apartándome de repente de mi visión. Extendió entre nosotros una manta tejida a mano y me invitó a sentarme. —He oído hablar de ella. Me miró con expresión interrogante. —Estoy preocupado —dije—. Nadie ha tenido noticias de ella; lo único que quiero es cerciorarme de que se encuentra bien. Y tenemos que hablar. —¿Sobre la Décima Revelación? —preguntó, sonrien­do. —¿Cómo sabía? —Una suposición. Muchos de los que llegan a este valle no vienen sólo por la belleza del Bosque Nacional. Vienen para hablar de las revelaciones. Piensan que la Décima está por acá. Algunos afirman incluso saber qué dice. Se volvió y puso un filtro lleno de café en el agua caliente. Algo en el tono de su voz me hizo pensar que estaba poniéndome a prueba, tratando de verificar si yo era quien decía ser. —¿Dónde está Charlene? —pregunté. Con el dedo señaló hacia el este. —En el bosque. No hablé nunca con su amiga pero oí cuando la presentaron una noche en el restaurante y desde entonces la vi algunas veces. Hace varios días vol­ví a verla; iba caminando sola por el valle y, a juzgar por la forma en que iba equipada, diría que es probable que todavía siga ahí. Miré en esa dirección. Desde ese ángulo el valle parecía enorme y se extendía hacia la lejanía. —¿Adónde cree que se dirigía? —pregunté. Me miró un instante. —Tal vez hacia el cañón Sipsey. Es allí donde se encuentra una de las aberturas. —Estudió mi reacción. —¿Las aberturas? Esbozó una sonrisa misteriosa. —Eso es. Las aberturas dimensionales. Me incliné hacía él, recordando mi experiencia en las Ruinas Celestinas. —¿Quién está al tanto de esto? —Muy pocos. Hasta ahora son sólo rumores, fragmentos de información, intuición. Ni un alma ha visto el Manuscrito. La mayoría de los que vienen aquí bus­cando la Décima sienten que fueron conducidos aquí de manera sincrónica y tratan de vivir auténticamente las Nueve Revelaciones, si bien se quejan de que las coin­cidencias los guían durante un tiempo y de pronto se interrumpen. —Rió entre dientes. —Pero en eso estamos todos, ¿no? La Décima Revelación tiene que ver con la comprensión de toda esa cuestión: la percepción de las coincidencias misteriosas, la conciencia espiritual cada vez mayor de la Tierra, las desapariciones de la Novena Revelación... todo desde la perspectiva más elevada de la otra dimensión, para que podamos entender por qué está ocurriendo todo esto y participemos de manera más plena. —¿Usted cómo lo sabe? —pregunté. Me miró con ojos penetrantes, enojado de pronto. —¡Yo sé! Durante un momento más su cara permaneció seria, luego su expresión volvió a suavizarse. Alargó el brazo, sirvió café en dos jarros y me entregó uno. —Mis antepasados vivieron cerca de este valle durante miles de años —continuó—. Ellos creían que este bosque era un lugar sagrado a mitad de camino entre el mundo superior y el mundo intermedio, aquí en la Tie­rra. Mi pueblo ayunaba y entraba en el valle en busca de visiones, para encontrar sus dones específicos, su medicina, el camino que debían recorrer en esta vida. "Mi abuelo me habló de un chamán que vino de una tribu lejana y enseñó a nuestro pueblo a buscar lo que llamaba un estado de purificación. El chamán les enseñó que partieran de este preciso lugar, llevando sólo un cuchillo, y que caminaran hasta que los animales les die­ran una señal, para seguir luego hasta alcanzar lo que llamaban la abertura sagrada al mundo superior. Les dijo que si eran dignos, si habían purificado las emociones más bajas, podían ser autorizados a atravesar la abertura y encontrarse directamente con sus antepasados donde podían recordar no sólo su propia visión, sino la visión del mundo en su totalidad. "Obviamente, todo terminó cuando llegó el hombre blanco. Mi abuelo no pudo recordar cómo hacerlo y yo tampoco puedo. Tenemos que averiguarlo como todos los demás. —Usted está aquí buscando la Décima, ¿no? —inquirí. —Por supuesto... Por supuesto. Pero al parecer lo único que hago es esta penitencia de remisión. —Su voz volvió a endurecerse, y de pronto parecía hablar más consigo mismo que conmigo. —Cada vez que trato de avanzar, una parte mía no puede superar el resen­timiento y la rabia por lo que le ocurrió a mi pueblo. Y eso no mejora. Cómo es posible que nos robaran la tierra, que nuestra forma de vida fuera avasallada, destruida. ¿Por qué fue posible algo así? —Ojalá no hubiera sucedido —dije. Miró para abajo y de nuevo se rió entre dientes. —Lo creo. Pero de todos modos siento rabia cada vez que pienso en el mal uso que se hace de este valle. —¿Ve esta cicatriz? —preguntó señalándose la cara—. Podría haber evitado la pelea en la que me la hice. Fueron cowboys de Texas que habían bebido demasiado. Podría haberme ido, pero fue esta ira que arde dentro de mí. —¿Acaso la mayor parte de este valle no está protegida dentro del Bosque Nacional? —pregunté. —Sólo la mitad, más o menos, al norte del río, pero los políticos siempre amenazan con venderla. —¿Y la otra mitad? ¿De quién es? —Durante mucho tiempo esta zona fue propiedad de distintos individuos, pero ahora hay una sociedad extranjera registrada que trata de comprarla. No sabemos quién está atrás, pero a algunos de los propietarios les ofrecieron cantidades enormes para que vendan. Miró para otro lado por un momento y luego dijo: —Mi problema es que desearía que los tres siglos anteriores hubieran sido distintos. Estoy resentido por el hecho de que los europeos empezaran a radicarse en este continente sin tener en cuenta a la gente que ya estaba aquí. Fue criminal. Me gustaría que nada de eso hubiera sucedido, como si fuera posible cambiar el pasado de alguna manera. Nuestra forma de vida era importante. Aprendíamos el valor de recordar. Ése era el gran men­saje que los europeos podrían haber recibido de mi pueblo si se hubieran detenido a escuchar. Mientras hablaba, mi mente se deslizó con lentitud hada otro ensueño. Dos personas —otro americano nati­vo y la misma mujer blanca— conversaban a la orilla de un riacho. Detrás de ellos se alzaba un bosque tupido.
Después de un rato, otros americanos nativos se agol­paron en tomo de ellos para oír su conversación.

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